Hasta 2023, las amenazas de bomba que recibían escuelas y colegios solían ser consideradas una broma de adolescentes. Esa concepción cambió este año. La cantidad y la frecuencia de llamados falsos advirtiendo la presencia de explosivos en establecimientos educativos, empresas y oficinas públicas generó preocupación. A la sociedad y a las autoridades. En época de balances y de mirar hacia adelante cabe preguntarse: ¿están tomadas las medidas para que el fenómeno no se repita?

En el Poder Judicial creen que sí. Hay una fiscalía nueva que, si bien estaba en carpeta en el Ministerio Público Fiscal (MPF), fue creada para investigar estos casos. Hoy hay alrededor de 150 expedientes abiertos. Uno de ellos, en el que el acusado es un policía de 21 años, llegará a juicio oral y público el 14 de febrero del año que está comenzando.

“Se conformó un formato de trabajo con nuevas metodologías, que podrían volver a ponerse en vigencia si se repiten los casos. Fuimos aprendiendo a hacer investigaciones que no habíamos tenido que hacer antes”, le dice a LA GACETA el secretario judicial del MPF, Tomás Robert.

Carlos Saltor, a cargo de la nueva Unidad Fiscal Especializada en Cibercriminalidad, coincide. “Lo que nos toque abordar lo haremos de otra manera. Hay expertos en tecnología que trabajan sólo en legajos de este tipo. Al estar integrados al equipo de investigadores van trabajando en conjunto, para ver qué necesitamos para hacer las acusaciones”, dice.

Robert, que viajó a Estados Unidos a firmar convenios con instituciones como Interpol o Google para que los fiscales puedan acceder a datos poco accesibles con celeridad, dice que se debería hacer más prevención. “Habría que apuntar a dar talleres a adolescentes para inculcarles que estas conductas causan un daño importante a la sociedad”, afirma.

Las amenazas por llamadas y mails empezaron a llegar a escuelas y colegios de la provincia de forma aislada en abril, pero se multiplicaron en agosto. Ese mes hubo 79 reportes de denuncias en 31 días, según consta en registros policiales.

El 28 de agosto, Claudio Fernández, director de la Escuela Técnica N°1, se largó a llorar mientras era entrevistado por LA GACETA en televisión. “Son días tristes, tengo que suspender las clases por unos inadaptados sociales que no entienden que la salida es la educación. No podemos vivir con incertidumbre”, dijo. Había recibido tres amenazas en 72 horas y los exámenes debieron ser pospuestos.

“Hay profesores del nivel primario que nos transmitieron la mortificación que generaba en los niños, que creían que de verdad iba a explotar una bomba”, dice Saltor.

La Escuela Normal recibió más de ocho amenazas. Alejandra Castillo, presidenta del Centro de Estudiantes, recuerda que sus compañeros vivieron esos días con frustración. “Hubo inoperancia de las instituciones gubernamentales. No podían encontrar a los culpables y optaban por culparnos al alumnado sin ninguna evidencia”, lamenta.

Las imágenes se repetían día a día: alumnos saliendo rápidamente de escuelas y colegios, padres preocupados que iban a buscarlos, colapso en el tránsito por el corte de calles y la acumulación de vehículos, móviles policiales y de las brigadas de explosivos yendo de un lado a otro. Todo con un costo emocional y económico cuantioso. Hasta que empezó a naturalizarse la escena de clases al aire libre, en plazas y veredas.

Protagonistas

Juan Pablo Lichtmajer, que hasta octubre estuvo a cargo de la cartera educativa, no contestó las solicitudes para hablar sobre el tema en ese momento. LA GACETA intentó comunicarse con las actuales autoridades del Ministerio, pero prefirieron no referirse al asunto.

El 31 de agosto, funcionarios de Educación, Seguridad y Justicia acordaron cambiar el protocolo de actuación ante las amenazas para que no hiciera falta evacuar los establecimientos. Las clases dejaron de suspenderse. Los casos empezaron a bajar, aunque las intimidaciones comenzaron a llegar también a empresas y a oficinas de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial.

Con el correr de las semanas y el avance de investigaciones, que derivaron en prisiones preventivas -consideradas un exceso por parte de las defensas- las amenazas decrecieron definitivamente.

Lo que estaba instalado en el imaginario social como una especie de último recurso para evitar exámenes escolares, ahora parece ser más concebido como lo que el Código Penal dice que es: un delito.